#CuentosDerechos 4: Niños y niñas tienen derecho a vivir con su familia

La actividad #CuentosDerechos es una invitación de nuestro proyecto para que las familias (y todas las personas que trabajan en entornos educativos y culturales para primera infancia) compartan con los niños y niñas conversaciones sobre sus derechos que se sugieran a través de las expresiones artísticas. Cada derecho, de 12 que entregaremos en total, incluye un cuento que sugerimos contarles mientras ellos dibujan lo que piensan y sienten. A quienes participen según nuestros términos y condiciones les enviaremos un libro de regalo y otros detalles especiales para algunos seleccionados que entreguen por escrito experiencias valiosas, testimonios del proceso y nuevas ideas.

Los niños y las niñas tienen derecho a vivir con su familia

Para participar en la actividad y hablar a los niños específicamente sobre este derecho sugerimos leerles el cuento a continuación. Los dibujos y experiencias en texto que recibamos aparecerán publicados en diciembre 2017 en una revista digital (para leer gratis en línea, descargar e imprimir).

Derechos de los niños y niñas, cuentos

Lo primero que Mateo recordaba haber visto era una sábana blanca, inflada por el viento, como una inmensa nube que atravesaba el patio trasero de la casa en que creció junto a su abuela, su mamá y sus dos hermanos. Cuando era muy pequeño, pasaba las horas de vigilia entre ese patio y la cocina cubierta del hollín que despedía la estufa de leña. Podía pasar horas contemplando sus paredes adornadas con ollas y platos relucientes que colgaban de múltiples ganchos. Tal vez por eso le gustaba tanto oler y tocar telas y latas, jugar con ellas, arrastrarlas y hasta morderlas. Cosa que le causaba problemas cada vez que su mamá lo encontraba saltando para alcanzar la ropa que se estaba secando o para tumbar las olletas.

Su abuela, en cambio, era muy comprensiva, hasta un poco alcahueta, y escondía en su cama, sin que su hija lo supiera, un calcetín de toalla y una pañoleta de seda que misteriosamente desaparecieron de las cuerdas del patio. Mateo era feliz corriendo por toda esa casa, acompañando el vaivén de la escoba y el trapero los sábados en la mañana durante las brigadas de aseo, observando la forma en que crecían las plantas medicinales, los tomates, las espinacas y las acelgas en la huerta que su abuela cuidaba con gran recelo y atrapando los ovillos de lana o de hilo que accidentalmente caían al suelo en las largas tardes de tejido con ganchillo.

Para hacer breve este cuento: Mateo era feliz. Hasta que una tarde entró en la casa un hombre que dejó en la puerta sus botas pantaneras junto a una caja de cartón. Mateo escuchó su voz grave sin comprender lo que decía y sintió mucho miedo cuando su madre y su abuela empezaron a lamerlo y a gemir en voz baja. La dueña de la casa los contempló a él y a su familia con ternura y un poco de resignación. El cuerpo de Mateo empezó a temblar. El hombre de las botas y la dueña de la casa se acercaron a la cama de la abuela. Ella y la mamá de Mateo ladraron con fuerza para impedir que se lo llevaran. Eran animales nobles y leales, por eso nadie mordió a la dueña de la casa cuando introdujo su mano entre las cobijas de la cama. Aprovecharon que encontró la pañoleta perdida para lamer por última vez a los cachorros y hacerles saber que siempre iban a quererlos. Era terrible, pero al parecer era el destino de todos los perros. Silvia, la dueña de la casa, lo miró a los ojos y no pudo evitar que una lágrima rodara por su rostro. Le dio un beso. Segundos más tarde, Mateo chillaba, muerto de miedo, mientras pasaba por varias manos humanas y lo depositaban en la caja que fue su transporte hacia la que le presentaron como su nueva casa. Una que no le gustaba.

Todo habría sido muy distinto si lo hubieran acompañado su mamá o su abuela, o si al menos lo hubieran dejado crecer otro poco. El dueño de esta casa planeaba convertirlo en un perro guardián y estuvo tratando de enseñarle cómo morder a los intrusos, ladrarle a los desconocidos y atacar a otros animales. Pero Mateo había aprendido todo lo que sabía del mundo con su madre y su abuela y por eso era tan noble y leal como ellas, le batía la cola a todos los visitantes, se frotaba contra las piernas de los que cruzaban la cerca y hasta escondió en su caja a un ratón que encontró debajo de una cama. Su nuevo dueño, que era un tipo muy práctico, notó rápidamente que ese cachorro nunca iba a servir para lo que necesitaba y, resignado, habló por teléfono con su antigua dueña antes de llevarlo de vuelta a su casa. Los ojos de su mamá y su abuela se llenaron de lágrimas cuando lo vieron llegar, parecía que ellas y sus hermanos iban a quebrar sus cinturas con semejante batir de colas, Mateo gimió, ladró, se revolcó y lamió a todos los que se atravesaron en su camino: a ese hombre noble que supo comprenderlo, a su mamá, a su abuela, y hasta a su hermano insoportable.

Tuvieron suerte: la dueña de la casa rompió en llanto al verlos juntos a todos de nuevo y decidió conservar la camada, sin importar lo que le costara. Por eso Mateo y sus dos hermanos crecieron felices en esa casa, aprendiendo de su mamá y su abuela todo lo que los perros deben saber sobre la vida. Se convirtieron en perros tan comprensivos que hoy son recordados por haber sido los primeros egresados de la escuela de entrenamiento de perros guía para ciegos que fundó a finales del siglo pasado Silvia, la humana que supo entender lo mucho que ellos, como todos los cachorros del mundo, necesitaban estar con su familia.

¡A participar! 🙂

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