Leche, agua y serpientes. La llegada de Laura al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta

Por: Nury Marcela Jiménez Alzate

Para mi hija

Di a luz. Mi hija ha nacido. 12 de abril. 5:23 p.m. 2015.

leche_agua

Ilustración de Leonardo Parra para MaguaRED.

Cuando llegué a casa contigo cargada en mis brazos ya era un poco noche. El tiempo aquí, en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta era hostil. Hacía un fuerte verano y la brisa ya no era juguetona al zarandear de manera rítmica las copas de los árboles. Ya no quedaban muchas hojas verdes que batir y los vientos hacían aún más ásperos los campos. El verde parecía no existir. Sin embargo era bello. Como tu llegada.

La señora del administrador de la finca donde vivimos me advirtió: –Cuidado con las culebras, ellas huelen la sangre y usted está recién parida– . No presté mucha importancia al comentario, te tenía en mis brazos, pero sí escuché aquel tono de misterio que ella versaba. Intuí en su voz alguna superstición y vi en su mirada una tácita expresión de: “Recuerde, tenga cuidado con las serpientes”. No era momento de preguntar sobre las culebras del lugar, tu padre y yo estábamos ansiosos por tenerte en casa y acurrucarnos los tres.

Las abuelas también estaban a la espera. Mi madre, tu abuela Amparo, a poco ya tenía el caldo de gallina humeante. Yo no tuve otra opción pese a que soy vegetariana. –Los beneficios de la gallina se saben en toda parte, eso es lo que uno debe tomar después de un parto–, insistía mi madre. Y la verdad lo necesitaba. Mis fuerzas estaban diezmadas, ya no somos como las mujeres de antaño. En fin, llegaste y eso es lo más
importante.

Por su parte Veronika, tu abuela paterna, se debía blandir con el fuerte verano. Ella debía trabajar muchísimo en la finca para que a nadie ni a nada le faltara agua. Distribuía el agua que se tomaba del río –ya casi seco– de manera razonable entre el agua para nuestro consumo y para mantener la finca. De esa manera tuvieron agua Golondrina, Cachumba y Chavela, las vacas a las que ya les has sonreído; Burchi, el burro que carga las coseches de mango y limón. Agua tuvieron Pili y Richi, los rotwailer criollos, guardianes de la finca y las gatas Mici y Taisunka. Y desde luego, el agua para los cultivos. Esa distribución hacía que los alrededores de la casa se mantuvieran hidratados, por lo menos lo necesario para  que no se secaran las plantas que no solo dan belleza al lugar, sino que proporcionan frescura para sobrellevar el fuerte verano. Todo el trabajo de tu abuela Veronika convertía a la finca en un oasis en medio del panorama reseco que nos rodeaba.

No había ni una nube en el cielo. Ver de vez en vez alguna forma algodonada se convertía en una sutil esperanza de lluvia. Pero la brisa nos arrebataba nuestras miradas al cielo: “Hoy tampoco lloverá”. Mientras todos y todo pasábamos el verano, tú mi pequeña, te prendías de mis senos y poco a poco hacías brotar el alimento que sólo te alimentaría a ti. Para mí no fue tan sencillo empezarte a alimentar con tu leche, tanto como lo necesitabas. Por alguna razón yo también pasaba por una especie de sequía. Cada gota que empezaba a manar de mis senos era tan valiosa que verla fuera de tu boca, hija mía, me daba desconsuelo. Ese viejo dicho que dice “no hay que llorar sobre la leche derramada” me lo repetía con el sinsabor de comprender su posible origen. Pero al ver tu tranquilidad, tu paciencia y persistencia en tu primera tarea de sobrevivencia, la paz me llegaba enseguida.

Mi madre, tu abuela, quien más para cuidarme en aquellos momentos, recurría a todo clase de trucos viejos y modernos para hidratar mi sequía y hacer que finalmente se abriera la fuente para ti. Tu abuela Veronika, también hacía frente al fuerte verano. Debía levantarse a las 4:30 de la mañana para abrir los riegos y llenar las reservas de agua para cada día. Esto antes de las 7: 00 de la mañana ya que habían ciertas personas que controlaban el agua de la región haciendo rondas a esas horas. Su labor no consistía exactamente en velar por el uso razonable del agua, aunque para eso estaban, sino para aprovecharse de la coyuntura. Ya es una realidad “la mafia del agua”. Pero no tengo el menor deseo de hablarte de eso ahora. Y desearía nunca hacerlo. Eso significaría que las cosas mejorarían. Y es mejor no perder la esperanza.

Aún con todo este duro verano, tú llegabas con tu propia fuerza y también necesitabas de la mía. Mi madre me seguía insistiendo con uno y otro truco para hacer manar tu leche. Ponía en práctica los cuidados que a ella le proporcionaban en sus cinco dietas después de los partos. Su mayor insistencia era con el agua panela con leche, –Eso era lo que a mí me daban las viejitas de ese momento–, me decía. Yo trataba de seguir parte de sus consejos, pero en otros me resultó muy difícil creer. Como tomar un poco de cerveza con una pizca de sal o tomarme todas las bebidas tibias, sin tener en cuenta que aquí las temperaturas pueden llegar a los 28° ó 30°. Tu abuela Amparo quería cuidarme y al observar algunas de mis negativas exclamaba –¡Es que usted no se deja cuidar!–. Tú, mientras tanto, hacías morisquetas mientras dormías y eso me bastaba para saber que íbamos por buen camino.

El agua panela con leche poco a poco daba sus frutos. Aunque todavía no brotaba en abundancia tu alimento, el olor a leche materna inundaba la habitación. Aquella primera leche llamada calostro es de una dulzura y espesura sin comparación. Bastaba con un poco de aquel incipiente brote para que perdurara en el aire esa prodigiosa dulzura que emanaba de mí. Tú y yo nos acostumbramos rápidamente al olor, pero quien entraba en la habitación percibía el tierno olor a leche “calientica”.

Lentamente una nueva y bella cotidianidad abocaba nuestros días. Atrás había quedado la advertencia de la señora del administrador. Todos estábamos concentrados en tus cuidados. Tu padre se dedicaba a las labores domésticas, tu abuela Amparo a cuidarme con sus trucos y tu abuela Veronika garantizaba el buen suministro de agua.

Una noche, en el reposo que sólo el pasar de los días otorgaba tu llegada, tu abuela Amparo, ya como de costumbre, se dirigía a la cocina para prepararme mis alimentos de mujer que ha dado a luz. Al entrar a la cocina llamó a tu padre con un timbre de voz que anunciaba alerta y prudencia –¡Aleksander!–, pero enseguida noté que se trataba de una exclamación singular. –¿Qué pasa, mamá?–. Tu padre ya había entrado a la cocina, tu abuela Amparo se había ido a buscar a tu abuela Veronika y yo te dejé por un momento con tu tranquilidad nocturna para hallar sentido al tono de voz de mi madre. Llegué también a la cocina y vi, junto con tu padre, una señora visitante. Era una serpiente. Larga, rojiza y brillante reptaba lentamente sacando su lengua viperina, y al notar nuestra presencia trató de deslizarse al rincón más cercano. –¡No la perdamos de vista!–, le dije a tu padre. –Llama a tu mamá. Que venga con el administrador–. –Mamá, ven–, gritó tu padre. –No puedo–, contestó tu abuela desde el interior de su habitación. –Mamá, ven. ¡Hay una culebra!-. –¡No puedo! Tengo una boa en mi habitación–. Tu abuela Amparo, que se dirigía en busca de tu abuela Veronika, no lo podía creer. Tu padre corrió enseguida con tu abuela Veronika y vio como la boa salía de la habitación de
tu abuela, que la sacaba con una escoba. La boa cruzó tranquilamente el patio y se perdió en el matorral. Mientras tanto, yo me había quedado en la cocina para no perder de vista al animal que no tuvo la suerte de salir a ningún matorral. La voz de la señora del administrador regresó a mi memoria como quien me dice, “cuidado”. Yo pensaba en ti, y tan pronto regresó tu padre y mi madre, me devolví a la habitación y eché un vistazo rápido. No fuera que nos encontráramos con otra sorpresa.

Tu abuela Veronika llegó tan pronto pudo con la señora del administrador. Esta traía consigo un machete y sus dos hijos pequeños le seguían. Al ver a la serpiente dijo –Una víbora de sangre, niños atrás–. Sus pequeños no dudaron en hacer caso a su madre que además de reconocer al animal dejaba ver en su corporeidad el peligro que representaba. Sin más, levantó el machete y empezó a golpear a la víbora en la cabeza con un poco de
torpeza, pero con la convicción de que era lo que se tenía que hacer. El machete chispeó contra el suelo de piedra y aquel animal se retorcía en sus intentos por fugarse. Tu padre preguntó –¿Es venenosa?-. –Es venenosisíma, esta no da tiempo para llegar al hospital. Una vez que pica empieza a brotar sangre por toda la piel–. Respondió la señora del administrador que sostenía ya sin vida a la serpiente con la punta del machete para llevársela. Todos nos mirábamos sin saber qué decir. Apenas nos dábamos cuenta de semejante coincidencia: dos serpientes que aparecen al mismo tiempo buscando el interior de las casas. Tu abuela Amparo me miró. Haciéndome un ademán con sus manos mostrándome los senos, musitó –Es la leche–. Yo no dije nada. La señora del administrador siguió hablando –¡Es la leche materna, eso las atrae!–. Mi madre reaccionó a tal sentencia al encontrar que su suposición era compartida, –¡Si ve, yo siempre he oído decir eso!– La señora del administrador continuó hablando cual experta en los enigmáticos gustos de las serpientes, –El olor las atrae, deben tener mucho cuidado con la bebé–. Y sin dar más espera se marchó con sus dos pequeños que la seguían con cautela.

Si todo se explicaba por el poder dulce de mi leche materna, eso significaba que la intromisión de las serpientes se debía al olor. La aparición de la víbora de sangre en nuestra cocina estuvo cerca de la bolsa de ropa sucia, en la cual yo ponía mis prendas. Y la descarada entrada de la Boa en la habitación de tu abuela Veronika también estaría asociada al mismo hecho, pues cuenta ella que tenía allí una ropa sucia mía que había  recogido de nuestro cuarto para ponerla a lavar en la lavadora que tiene en su baño. También cuenta que había allí una prenda que tenía un fuerte olor a leche materna.

Por supuesto, no está de más considerar que todo se trató de una asombrosa coincidencia que evocaremos una y otras vez con tu padre y las abuelas cuando nos preguntes cómo naciste. Pero aun así se tomaron las medidas de protección: al día siguiente mi madre esparció ajo machacado en el piso de las entradas de las habitaciones, se ha dicho que las serpientes aborrecen este olor. Esto es igual de hipotético que el gusto de estos animales por la leche materna, pero no nos costaba nada en hacerlo. Tu abuela Veronika se encargó de mandar a desyerbar los alrededores de la casa más rápido de lo previsto y de rociar creolina, químico de fuerte olor al que también se le tiene fe de ahuyentar a las culebras.

De esta manera contábamos con dos anillos de protección. El anillo del ajo, de espectro corto, que blindaba los interiores de las habitaciones, y el anillo de creolina, con un espectro de largo alcance que protegía los alrededores de la casa más cerca de los matorrales. De igual manera tu abuela Amparo incorporó en el cuidado de mi dieta rondas nocturnas en los pasillos de la casa y en las habitaciones. Además de todo ello, era necesario tener sumo cuidado con nuestras prendas, no dejarlas al aire libre. Ponerlas en un saco, casi herméticamente cerrado, para dárselas a tu abuela Veronika, quien se encargaba de “deslecharlas” en la lavadora. Tu padre, ni se diga, mantenía consigo una linterna para salir en las noches, y siempre con voz de alerta me recordaba –No salgas sin lámpara–.

Después de la aparición de estos animales la verdad es que uno queda en alerta. Raro es encontrar a estos seres tan cerca de nosotros. Pues las serpientes, animales de recovecos, cuevas y matorrales, se ahuyentan fácilmente al escuchar pasos pesados. Es de manera infortunada que uno les pisa. Pero otra cosa es que estas hayan buscado el interior de nuestras casas. Se dice que su sentido del olfato está muy desarrollado, tal vez por esta razón resulte cierto que el olor a ajo y a creolina las mantenga alejadas. Y tal vez por la misma razón se atrevieron a rastrear aquel manantial exclusivo para ti. Por otro lado la fuerte sequía también las hace salir de sus moradas en busca de hidratación. Tal vez buscando el oasis de tu abuela Veronika.

Sea cual haya sido el caso todavía no salíamos de nuestro asombro cuando a los dos días el administrador que estaba desyerbando muy cerca de nuestra casa encuentra otra serpiente. Una Patoco. A tan sólo dos metros de la entrada de nuestra habitación. Muy venenosa. Esta que, venciendo el anillo de protección de creolina, encontró sentencia en la frontera del anillo de protección del ajo. Con la aparición de esta tercera serpiente en menos de dos días la situación ya empezaba a ser increíble, pero todavía en el límite de lo imaginable. Pero cuando apareció la Coral, aún más venenosa, en los alrededores de la casa ya estábamos hablando de lo inverosímil. Y cuando apareció la quinta, una serpiente cazadora enroscada en el grifo de la cocina de tu abuela Veronika, todos nosotros entramos en una dimensión desconocida.

Semejante desfile aconteció a tu llegada, mi bonita hija. Por lo increíble, bello. Por lo asombroso, realidad. Y aunque jamás olvidaré los dos pujos desgarradores que te dieron a luz te contaré una y otra vez esta historia, como la historia de tu llegada. Que sigue siendo tan mágica y maravillosa. Porque si la aparición de la quinta serpiente nos dejó en una dimensión desconocida, la sexta nos relativizó el tiempo y el espacio. Casi siete meses después, por los días que escribía esta historia, con las lluvias de octubre que retornaron el verde a los campos, se unió al desfile otra serpiente en nuestro pasillo. Esta vez fui yo quien la vió por primera vez,–¡Aleksander! Una culebra, rápido, llama a tu mamá–. Tu padre llegó contigo en brazos, –Toma a Laura, ya vengo–. Tú y yo nos quedamos vigilando a la serpiente. Inmóviles nos observábamos. Un golpe certero en su cabeza nos sacó a todos de la quietud, –Es una víbora de sangre, de las negras–. Dijo el administrador con machete en mano. –Habrá que desyerbar y echar creolina–, agregó tu abuela Veronika, –¿Tendremos ajo en la cocina? Asomémonos a ver–.

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