¿Y la primera infancia afrodescendiente, palenquera y raizal de Colombia?

El 17 de noviembre de 2014, un grupo de mujeres afrocolombianas del norte del Cauca iniciaron una marcha hacia Bogotá a la que llamaron “Movilización de mujeres negras por el cuidado de la vida y los territorios ancestrales”, pero que pasaría a la historia como “la marcha de los turbantes”. Ese elemento, el turbante, que adornó y protegió la cabeza de las mujeres durante el recorrido, fue el símbolo elegido por ellas para, sin palabras, gritar que estaban orgullosas de los legados de sus ancestros, aquellos que fueron arrancados del África y esclavizados en América, pero que también estaban políticamente paradas desde un lugar específico: mujeres, negras y campesinas. Diez días les tomó llegar hasta Bogotá y durante veintidós estuvieron instaladas en el Ministerio de Justicia, firmes con sus justas demandas sobre el derecho a vivir una vida digna en sus territorios y a que el Estado tomara medidas contra la minería ilegal y contra otras formas de violencia asociadas al modelo de desarrollo económico.

En el corazón de la marcha de las mujeres estaba el reclamo por el derecho a cuidar del territorio. El “cuidado”, aquel trabajo feminizado, no remunerado o mal remunerado, que muchas veces ni siquiera es considerado trabajo, fue decisivo para las marchantes y lo articularon a cada uno de sus discursos. ¿Por qué? Porque sin cuidado se destruyen las relaciones socioecológicas que hacen posible la vida, y no solo la de ellas, sino, sobre todo, las de sus hijos e hijas. Ante la desidia con que sus luchas a menudo habían sido vistas, Francia Márquez, reconocida activista y lideresa, dijo en uno de sus discursos de entonces:

«¿Perturbadores de mala fe? Más de 400 años aportándole a construcción de este país, ¿y somos perturbadores de mala fe […]. No somos ningunos perturbadores, lo que hemos hecho es construir la paz en este país, y es la paz verdadera […] la paz de parir y criar hombres y mujeres de bien, y eso lo hemos hecho como comunidades negras, como mujeres negras. ¿Cuántas mujeres se han desplazado desde sus territorios? ¿Cuántas de nosotras trabajan en casas de familia? Y mientras ustedes están aquí sentados, ellas están criando a sus hijos, inculcándole valores. Nosotras queremos que nos dejen vivir en paz […]. Estamos cansadas de que nos desplacen, estamos cansadas de que no podamos ir libres por nuestro territorio, estamos cansadas de no podernos comer un pescado, porque está lleno de mercurio. Por eso estamos aquí, y así nos toque con la vida, vamos a garantizar que nuestras hijas y nuestros hijos puedan volver y vivir tranquilos en el territorio. Ese fue el legado de nuestros ancestros, eso fue lo que hicieron cuando se liberaron de las cadenas, y eso es lo que nosotras vamos a hacer […]. Nosotras no estamos dispuestas a que nuestros hijos estén en las calles, en los semáforos, y a que la gente de saco y corbata los mire como basura. Nosotras estamos dispuestas a permanecer en nuestro territorio, porque ha sido nuestro padre, ha sido nuestra madre y va a seguirlo siendo para nuestros hijos”.

La situación sobre la que Francia Márquez va y una y otra vez, la de las hijas y los hijos, y especialmente de los niños y las niñas que hacen parte de los pueblos descendientes de esclavos en Colombia, no solo es crítica, sino que pasa desapercibida en las agendas públicas. Según UNICEF, las tasas de mortalidad materna e infantil siguen siendo más altas entre las poblaciones afrodescendientes e indígenas que habitan en las regiones más pobres del país o en las periferias de las ciudades. Allí también hay una mayor presencia de grupos armados y de actividades económicas ilegales —como las denunciadas por las mujeres de la marcha de los turbantes—. En estos escenarios de violencia, ¿quién garantiza los derechos de las infancias afrocolombianas?

En MaguaRED estamos convencidas de que el ejercicio y el goce de los derechos de los niños y las niñas afrodescendientes, palenqueros y raizales del país implica que colectivamente, como sociedad, reconozcamos, desafiemos y cambiemos las estructuras racistas que soportan y normalizan la desigualdad. La paz, más que nunca, es un derecho de esos niños y niñas y construirla implica garantizarles plenamente otros derechos: a no ser discriminados, a tener una identidad, a no ser separados de sus familias, a una educación de calidad, a un sistema de salud digno, al ocio, al juego y a la cultura, a no ser reclutados para la guerra, entre otros.

Sabemos también que en medio de esas realidades dolorosas y complejas la vida sigue siendo posible porque el trabajo de ciudado y crianza no da tregua, y porque la construcción de espacios comunes y de resistencia no para. En las regiones o en la ciudades, maestras y maestros, sabedoras y sabedores, mamás y papás, familias y comunidades siguen tejiendo los lazos sociales que permiten recuperar o crear las tradiciones afrodescendientes que cotidianamente son transmitidas y enseñadas a los niños y niñas: cantar, bailar, cocinar, escribir, leer, peinarse, aprender historia o geografía.

Durante este mes en nuestros portales, Maguaré y MaguaRED, queremos honrar los aportes que afrodescedientes, palenqueros y raizales han hecho a la construcción de la nación, compartiendo contenidos e historias relacionadas con las infancias del pasado, del presente y con cómo las imaginan para el futuro.

 

Fundación «Niñas, niñas, adolescentes y mujeres constructores de sueños», Soacha, Cundinamarca.

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