En la primera infancia y en la niñez tanto las niñas como los niños viven un sin fin de experiencias en sus entornos que, después, crecerán y brotarán en el futuro. Además de los entornos naturales y culturales, los padres, la familia y los maestros son personas clave a la hora de despertar la curiosidad de los niños. El juego, la imaginación, la creatividad, el acompañamiento, el amor, y más y más etcéteras son determinantes a la hora de cultivar mentes inquietas.
Aprovechamos la celebración del Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia para escarbar entre los juguetes, los paseos, las lecturas, los juegos y las infidencias de siete mujeres científicas colombianas que en la actualidad se destacan en el ejercicio de cada una de sus especialidades –desde biólogas marinas hasta fisiólogas, desde químicas hasta sociólogas.
Sean cuales sean sus historias y sus diferencias, cada una de estas científicas coincide que el entorno igualitario entre hombres y mujeres en su primera infancia fue revelador a la hora de recoger los frutos de sus vidas en el futuro.
BRIGITTE BAPTISTE – BIÓLOGA
Recuerdo dos cosas maravillosas de mi infancia. La primera, cuando mi mamá nos llevaba a mi hermana y a mí a caminar frente al atardecer de las playas del Rodadero (antes de que fuesen sólo basura), en Santa Marta, y nos sorprendían los cangrejos fantasma que salían de sus hoyos para ir a comer al mar: investigarlos y perseguirlos eran una sola cosa; ello me llevaría años después a aprender biología de poblaciones capturando, marcando y liberando cangrejos en las playas del Parque Tayrona… y a seguirlos persiguiendo siempre, para conversar. Hoy en día mis hijas van tras ellos sin darse cuenta de cómo la abuela, hace más de medio siglo, les dejó ese legado maravilloso.
En muchos de los viajes de vacaciones mi papá, a quien le gustaba mucho la pesca, negociaba con algún lugareño un par de horas de canoa para salir al mar, después de su faena. Por años repetimos ese ritual que implicaba lanzar un anzuelo con sedal y esperar capturar un pez, un acto básico de investigación paciente pues nunca sabíamos, a partir de los anuncios de nuestro adormecido guía que conocía todo lo que se ocultaba bajo la superficie, qué se podía llegar a capturar. Y siempre hubo sorpresas: en una ocasión subí una delirante serpiente marina que se retorcía en el fondo del bote mientras nuestro auxiliar reaccionaba desde su modorra para socorrerme; yo había aprendido a desenganchar los peces con cuidado, pero nunca un animal de medio metro, probablemente muy peligroso, retorciéndose como loco… A mi papá debo mi amor por los animales del río, la paciencia del pescador que pasó a la investigación, la lección de responsabilidad por la vida de los peces que sacrifiqué.
ELIZABETH HODSON DE JARAMILLO – FISIÓLOGA VEGETAL
Afortunadamente cuando era niña la hora de la comida era un espacio muy importante. La familia se reunía y comíamos y hablábamos. Mi papá era un ingeniero metalúrgico británico, muy curioso e inteligente, y siempre, en la mesa, nos hacía preguntas sobre historia, geografía o sobre la vida de los científicos. Eso incentivo en mí la lectura y, gracias a eso, me interesó muchísimo la vida de Marie Curie y Leonardo Da Vinci, ellos eran mis preferidos. Todos los días le hacía preguntas a mi mamá sobre ellos. A los tres años ya era como un petardito.
FLOR EDILMA OSORIO PÉREZ – INVESTIGADORA SOCIAL
No tengo claro qué de mi infancia me ha impulsado al trabajo investigativo. Jugué a las muñecas y a la casita, pero recuerdo que mi juego preferido era jugar a la maestra. En mi pueblo la educación media era la Escuela Normal, en la que estudiamos mis hermanas y yo. Tengo en mi memoria y en mi corazón los paseos semanales al campo con mi papá: trayectos que a veces me parecían muy largos, aunque no pasaran de una hora, y que sorteaba de la mano de él, Marco Tulio, mientras me distraía con historias que escuchaba atentamente y hacía mi propia película de los personajes, los paisajes, las dificultades y los finales felices. Todo un ejercicio de imaginación constante y divertido.
De mi padre también tuve una fuerte influencia por el gusto a la lectura. Él era un autodidacta en campos como la medicina, la veterinaria y el derecho. Yo leía todo lo que se me atravesaba con pasión y obsesión. Encuentro allí un fundamento profundo frente a mis opciones académicas que, junto con la apuesta persistente de Irenita, mi madre, para que sus hijas estudiáramos como único camino para «salir adelante», posteriormente se convirtieron en mi vida profesional.
Lo que sí tengo claro es que mi infancia en el pueblo, en constante proximidad con la vida campesina (mis padres lo eran aun cuando vivieran en el casco urbano), constituye la fuente de mi afecto, mi compromiso y de muchas de mis decisiones para orientar mi actividad investigativa hacia los problemas, memorias y capacidades de la gente que habita el campo en Colombia.
SANDRA VILARDY – BIÓLOGA MARINA
Hay dos cosas que marcaron mi camino hacia la ciencia. Una, ver Naturalia, un programa nacional de televisión sobre ciencia, que estuvo al aire entre 1973 y 1993; y, dos, la serie documental de Jacques Cousteau, El Mundo Submarino. Los dos programas los veía con mis papás. Mi papá era administrador público y recuerdo que tenía muchos-muchos libros; con él leía, jugaba ajedrez y hacía crucigramas. Mi mamá era ama de casa, pero cuando se separó de mi papá se hizo negociante; ella siempre manejaba la plata de la casa, ella mandaba. La familia de mi papá era de la costa y mi abuelo era ganadero de El Banco, Magdalena; él me contaba historias sobre el comercio de ganado, sobre los tigres que se encontraba, sobre la caza de patos mientras recorría Sucre y Magdalena; no se imaginan mi cara de entusiasmo y sorpresa cuando lo escuchaba. Por eso, creo, me gustaba tanto viajar a la costa: por mi abuelo y por los bichos raros y por la playa: a mí no me interesaba asolearme, yo solo quería coger animales.
Una vez estaba con mi mamá en la chalupa yendo hacia El Banco. De repente los peces empezaron a saltar y uno cayó sobre mis piernas. No me asusté y lo admiré, recuerdo. Tenía dos años y mi mamá se sorprende cada vez que le cuento esa historia –¡era tan chiquita!
Eso siempre lo tendré presente.
LUCY GABRIELA DELGADO – BACTERIÓLOGA
Como la mayor de tres hermanos (ambos hombres), mis muñecas no eran cosa del día a día. Jugué fútbol, hice carreras en bicicleta y competí con carritos; también me ensucié con tierra y arena. Recuerdo que en época de lluvias salían lombrices del pasto y mis hermanos y yo, usando un palito, las partíamos en dos. Nuestra madre, quien había dejado su trabajo como secretaria de gerencia de un prestigioso banco por cuidar de nosotros, decía con sabiduría, cada vez que veía nuestro «experimento», que solo podíamos hacer eso porque las lombrices eran hermafroditas. Ella nos leía cuentos y noticias al regreso del colegio: una vez compartió con nosotros la celebración de algunos años de la llegada del hombre a la luna y yo les decía una y otra vez a mis padres que quería ser astronauta, a lo que ellos respondían que solo era cuestión de propósito y metas pues «Dios nos había dotado de todo para lograrlo».
En cuarto de primaria mi profesora Martha Lancheros, con tizas de colores rojo, naranja y azul, pintó un corazón y nos enseñó el sistema circulatorio y el intercambio de gases, oxígeno y CO2 para la vida. Me enamoré de los trabajos en salud luego de esa clase: me enamoré de esas maravillas escondidas bajo la piel, lo que no se ve.
Esos episodios forjaron una vocación, direccionaron mi vida, sembraron la pasión por la investigación que luego, ya a los 20 años, se encausaron de la mano del Dr. Manuel Elkin Patarroyo y su grupo.
LUZ MARINA MANTILLA – BIÓLOGA Y QUÍMICA
Mi mamá nació en Florencia, en el departamento de Caquetá; y aunque nací en Bogotá, puedo decir que por mucho tiempo viví en la selva de la Amazonía. Mi mamá me crió con la impronta de los indígenas Huitoto, me crió con las nadadas en el Río Orteguaza y con los perezosos y los güios, anacondas que servían de alimento para muchos pobladores. La selva, desde entonces, se ha convertido en mi posibilidad de vida: mi disfrute, mi conexión, mi restauración.
Ahora tengo en la cabeza a dos profesoras que eran monjas y renunciaron a sus hábitos; las dos me dictaban ciencias naturales. De ellas aprendí su espíritu de libertad. También tengo a la cabeza a un profesor de bioquímica; él me impulsó al estudio de las ciencias, a entender la composición de los cuerpos, a que podía estudiarlos.
ANA RICO DE ALONSO – SOCIÓLOGA
En mi primera infancia y el resto de los años que viví con mis padres no hubo ninguna diferenciación entre niños y niñas. Éramos tres mujeres y un hombre, pero los beneficios y responsabilidades se dividían según necesidad y no según el género. Mi padre era un hombre muy erudito, con un gran amor por la lectura y por compartirla con sus hijos. Yo crecí en un ambiente lleno de libros, con un modelo de rol por parte de mi padre, en el que la lectura y el conocimiento eran altamente valorados a través del ejemplo, y nunca por medio de la retórica. A mi madre le gustaba la historia, la literatura, las matemáticas y los idiomas; de ella aprendí –también vía el ejemplo– que la sumisión al marido no era un mandato de obligatorio cumplimiento. Le gustaban los viajes y viajó sola sin el consentimiento de mi papá; mantuvo su independencia a lo largo de su vida. Creo que ella se adelantó casi un siglo a su época, pues además de ser atea, desde los años cincuenta era partidaria del matrimonio civil, del divorcio y, posteriormente, además de su simpatía política por la izquierda, apoyó con su firma varios comunicados que se escribieron para la legalización del aborto.
Nunca hicimos oficio en la casa y el tiempo libre se utilizaba como cada quien quería. Yo usaba pantalones, montaba en bicicleta de hombre (era la única que había en la casa), patinaba, leía y trepaba tapias con mi hermano. Nada de eso me convirtió en una mujer “marimacho”. Me fascinaron las muñecas, las vajillitas, las planchas pequeñas, pero no me encuadraron en un rol tradicional femenino. Les cosí a mis muñecas, aprendí a leer muy temprano y pude leer los cuentos tradicionales de la época –además de los comics y los ‘monos’ del periódico. La primera lectura sistemática que hice fue entre los seis o los siete años: fue el juicio y posterior ejecución de los esposos Rosemberg, en Estados Unidos, historia que me marcó muchísimo por el hecho de ejecutar a padre y madre y dejar a sus hijos huérfanos.
Aunque de niña no me vistieron de rosado ni a mi hermano de azul, en mi edad adulta el rosado es un color que me gusta mucho, no porque sea femenino sino porque me queda bien al color de la piel.
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