La actividad #CuentosDerechos es una invitación de nuestro proyecto para que las familias (y todas las personas que trabajan en entornos educativos y culturales para primera infancia) compartan con los niños y niñas conversaciones sobre sus derechos que se sugieran a través de las expresiones artísticas. Cada derecho, de 12 que entregaremos en total, incluye un cuento que sugerimos contarles mientras ellos dibujan lo que piensan y sienten. A quienes participen según nuestros términos y condiciones les enviaremos un libro de regalo y otros detalles especiales para algunos seleccionados que entreguen experiencias valiosas, testimonios del proceso y nuevas ideas.
Los niños y las niñas tienen derecho al juego y el arte
Es importante que puedan disfrutar plenamente de juegos y recreaciones, los cuales deberán estar orientados hacia los fines perseguidos por la educación, a su desarrollo. La sociedad y las autoridades públicas deben esforzarse por promover el goce de este derecho y así mismo los cuidadores que acompañan al infante en sus procesos.
Para hablarles a todos los niños y niñas, de este y otros temas, es recomendable considerar sus lenguajes, sus tiempos e intereses. Por eso les recomendamos hacerlo a través del arte y la literatura. Abajo les dejamos el cuento que sugerimos contarles mientras ellos dibujan, para abordar el derecho al respeto de su cultura.
Manolo fue el único sobreviviente de la docena de huevos que su madre puso en esa isla en la que habían pasado varios años sin que alguien como él alcanzara una edad como la suya. Era un niño como todos y, aunque lo hacía despacio, disfrutaba de caminar entre los charcos, acelerar el paso en las pendientes, empujar piedras y verlas rodar mientras los demás comían y se acostaban a tomar el sol para calentarse. Empezó a vivir su vida en medio de una colonia compuesta por unas 12 tortugas de gran tamaño y costumbres tan antiguas como sus pesados cuerpos. Pertenecía a una especie que es conocida en el mundo entero porque algunos de sus parientes llegaron a vivir más de 150 años y hasta se rumora que uno de sus tatarabuelos creció tanto que medía casi dos metros. Manolo estaba orgulloso de ser una de estas tortugas, de su hermoso caparazón marrón, de sus anchas patas negras cubiertas de escamas y de todo lo que había aprendido a hacer con su largo cuello que tanto le había servido para probar todo tipo de plantas.
Ser galápago era un orgullo, claro que sí, pero ser el único niño en medio de tantas tortugas ancianas era muy aburrido. Y aunque es verdad que las tortugas se mueven muy poco y lo hacen lentamente, a Manolo no le parecía que eso fuera excusa para tener que pasarse la vida durmiendo y comiendo únicamente. Manolo se inventaba formas para matar su aburrimiento: daba pequeños saltos sobre las hojas secas de la parte baja de la isla y disfrutaba del sonido que hacían al crujir, usaba sus gruesas patas para hundirlas en el fango, dejar huellas en la arena y contemplar los dibujos que su cuerpo dejaba en el suelo después de caminar un rato y a veces también acomodaba palitos y hojas sobre las rocas hasta dar forma a sus propias versiones a escala de las montañas. Le hubiera gustado que alguien más hiciera cosas parecidas, pero todas las tortugas que lo rodeaban habían olvidado hace mucho tiempo que a veces es posible hacer cosas por el puro placer de hacerlas, que no todo en esta vida son asuntos digestivos y que, a veces, hasta se pueden dejar cosas lindas en el mundo después de divertirse un rato.
Y lo peor no era tener que jugar solo, lo más grave era que los más viejos del grupo habían empezado a molestarse con tanto movimiento y lo habían regañado un par de veces. Para Manolo jugar era muy importante y por eso empleaba buena parte de su tiempo tratando de meterse en troncos huecos, pequeñas cuevas y hasta había intentado agregarle a un caparazón adornos hechos con fragmentos de la basura de los humanos que visitaban la isla. Pero ninguno de sus parientes quería acompañarlo, estaban demasiado cansados, eran demasiado rígidos, se habían acostumbrado a las normas que se habían establecido hace siglos. Manolo descubrió que podía jugar a ser como las tortugas adultas y, a fuerza de observarlas, se hizo experto en imitar el lentísimo parpadeo del más viejo, la cojera de la más alta, la sonrisa chueca de la más plana, la cara de angustia de la más gorda y lenta de todas y se divertía muchísimo jugando a ser como cada uno de ellos mientras los demás hacían la siesta.
Hasta que un buen día olvidó que los demás dormían y en su esfuerzo por encontrar la forma de reproducir la voz de la más regañona de todas sus tías despertó al anciano de 85 años, que abrió su ojo muuuuy despaaaciooo, giró su cabeza para ver de dónde venía ese ruido infernal y, cuando encontró la fuente del sonido, no pudo evitar reírse al ver la perfección que había alcanzado Manolo en su imitación de la tía furiosa. Las carcajadas del viejo despertaron a los demás y aunque a su tía no le hizo mucha gracia, sí se divirtió como nunca en su vida cuando Manolo actúo como la más nerviosa y se escondió en su caparazón mientras temblaba tal como ella lo hacía cuando escuchaba pasos o graznidos. Esas doce tortugas pasaron despiertas una tarde fabulosa en la que les quedó bien claro cómo los veía Manolo y desde entonces los juegos y ocurrencias de Manolo y todas las crías que le sucedieron son muy bienvenidos y llenan de alegría sus vidas.
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