Mi embarazo y el nacimiento de mi hija me llevaron a entender que no existen formas unificadas de vivir la maternidad. Con mi bebé de tres meses de nacida llegué a construir una vida personal y profesional a Quibdó (Chocó), una ciudad caótica, llena de magia y tradición. Allí mi bebé y yo comenzamos a protagonizar una historia de descubrimientos y choques culturales, que me llevaría a comprender el peso de una herencia que desde lo más profundo de nuestro ser se revela en ese preciso momento en el que somos mamás y comenzamos a descubrir desde diferentes caminos cómo serlo.
Cada madre trae consigo una cosmovisión, unas formas particulares de ordenar el mundo que marcan las prioridades en las prácticas de cuidado con su pequeña criatura. Los lentes desde donde vemos y entendemos el universo; la idea que tenemos de cómo éste fue creado, nuestras historias fundantes, nuestros mitos de origen y aquello que creemos que es nuestra misión en el mundo, marcan -–al vez sin que seamos conscientes de ello–, los pasos que para nosotros, debemos seguir como madres.
En este territorio de mares, ríos y selvas en donde conviven las comunidades afro e indígenas, lo más hermoso en mi camino como antropóloga, mamá e investigadora, ha sido descubrir la relación entre la naturaleza, la familia y los círculos sagrados femeninos que se tejen alrededor de la maternidad. Mi amistad con las matronas y parteras, me ha permitido comprender que hay una sabiduría ancestral que amarra el alma de los niños a un territorio; que hay una protección que más que física es espiritual; que un cuerpo al nacer es un cuerpo inacabado que hay que moldear y emparejar. Entendí que los niños no les pertenecen a su papá y a su mamá; son parte constitutiva de una familia extensa, una “familia regada” en la que los padrinos son un regalo de la vida, una forma de hermanarse de manera entrañable con el vecino, el compañero o el amigo. Entendí que lo más importante en el ejercicio de la maternidad es construir cuerpos fuertes y resistentes que lleven en alto la herencia del baile, que sepan responder al sonido del tambor y que reconozcan su legado en la plenitud de los colores, el tacto firme y el desenfreno de sabores que extasían el cuerpo y el corazón.
En un país arribista como Colombia, un país que se avergüenza de sí mismo, -que se acuerda de su herencia africana e indígena en época de carnavales y en la melancolía de un cuadro o un baile folklórico-, a las mujeres de clase media del interior del país nos forman para estudiar, conseguir un buen trabajo y pescar un esposo dos estratos más arriba y ojalá extranjero. Las abuelas celebran si sus bisnietos nacen rubios y ojiclaros. Existe un sistema de castas desde la época de la colonia que no ha sido superado y de manera soterrada permanece la idea de que estar bien casado es “mejorar la raza”. Así, nuestros niños nacen rubios y niegan el chibcha que llevan adentro, deben soportar unos padres que amorosamente les enseñan a ser los más inteligentes y comerse el mundo a través de libros, tabletas y viajes insuperables que les recuerden todo menos sus raíces.
Soy una bogotana de clase media y mi historia ha sido diferente. El apellido de mi esposo se puede pronunciar y recuerda el yugo de la esclavización; el mayor atropello de la historia. Por eso su legado no es el de príncipes y princesas de buenas maneras que leen y recorren el mundo. Es un legado de resistencias y cimarronajes. Es el legado de la lucha y el desafío. Por eso. cuando mi hija nació a mi esposo y a su familia les urgía endurecer su cuerpo, emborracharla con los truenos de una percusión de salsa o chirimía y untarla de tierra, barro y sudor.
Mi princesa prefiere comer con la mano, habla fuerte y sus rodillas están peladas de tantas caídas y tropezones en los patios de tierra y las piedras de las quebradas. Es una niña fuerte e independiente; tierna e introvertida. Cuando hablo con ella puedo ver que encarna dos mundos y los celebra intensamente. Candelaria es una niña feliz.
Cuando cumplió cinco años, hicimos una fiestas amenizada por rondas y juegos chocoanos. Los niños se rieron con los títeres de Tío tigre y Tío conejo, la sorpresa fue un libro ilustrado con la historia de Compadre rico y Compadre pobre y los niños saciaron su hambre y su sed con ñame morado, chontaduros, papachina, longaniza y jugos de borojó, badea y guayaba agria.
Si ella volviera a nacer, o si yo volviera a ser mamá, chocaría menos con esa cultura mágica que piensa que a los niños no hay que nombrarles sus virtudes porque corren peligro de muerte; que al caer el cordón umbilical de sus bebés lo siembran en un palo para sellar el territorio y ponen en el ombligo el polvo de algún ser animado o inanimado para marcar su destino; que con una vela de sebo calienta las manos para moldear cada parte del cuerpo del bebé y hacerlo fuerte y armonioso. Si volviera a ser mamá, celebraría mucho más ser hija putativa de una cultura que se siente orgullosa de sus ancestros, que defiende sus saberes y su territorio, que lucha día a día por seguir existiendo… celebraría esas otras formas de maternidad, esas otras formas de infancia.
Porque todo aquello que nos hace diferentes es tal vez el mayor legado que tenemos como colombianos, porque es en el conocimiento, el respeto y la valoración de esas otras cosmovisiones, que subyace la posibilidad de recomponer el tejido social en este país con infancias de héroes prestados y escuelas marcadas por la guerra, la exclusión y la inequidad. Si volviera a ser mamá volvería a narrar, como lo hice en mi investigación Velo qué Bonito, la grandeza de las mujeres chocoanas aguerridas, fuertes y de carcajadas sin pudor; pero lo narraría desde más adentro, sin miedos, sin recatos, sin vergüenza… me uniría a los círculos de poder femeninos que celebran día a día con dicha y sin lamentos, la vida y la maternidad.
Ana María, este maravilloso escrito me llegó por casualidad, definitivamente me llegó al corazón. Gracias.
¡Qué bueno que te haya gustado este contenido, Angela Marcela! Esperamos que lo compartas con tus familiares y amigos, con quienes le puedan encontrar también valor y utilidad 🙂 Saludos.
Es gratificante leer un escrito tan hermoso. No solo despertó mis sentidos, toco mi alma en lo mas profundo. Gracias por compartirlo
Ana María, artículos como estos nos enorgullecen y hacen enraizar en este territorio colectivo etnico. Muchas gracias