Acompañar la relación de los niños con la tecnología los ayuda a incorporar el lenguaje hablado

Por: Beatriz Janin – Directora de la Especialización en Psicoanálisis con Niños, Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES), Argentina.

Tomado de: Observatorio Nacional del Audiovisual para la Infancia y la Adolescencia de Argentina.

Fotografía: Agustin Samper. Publicada en el Observatorio Nacional del Audiovisual para la Infancia y la Adolescencia de Argentina.

Fotografía: Agustin Samper. Publicada en el Observatorio Nacional del Audiovisual para la Infancia y la Adolescencia de Argentina.

Los cambios en la tecnología, pero también en los vínculos humanos, suscitan nuevos modos de comunicación, nuevas formas de vinculación por parte de niños y adolescentes. La irrupción de la hiperconexión produce efectos en la constitución subjetiva. Fernando Mires (La revolución que nadie soñó o la otra posmodernidad, Libros de la Araucaria, Santiago de Chile) define el “modo de producción microelectrónico” como “un orden basado en un conjunto tecnológico específico que impone su lógica y sus ritmos al contexto social de donde se originó, que organiza y regula relaciones de producción y de trabajo, pautas de consumo e inclusive el estilo cultural predominante de vida”. Los avances tecnológicos suponen una apertura, una posibilidad de conexión con el mundo que es absolutamente novedosa y enriquecedora. Poder comunicarse casi instantáneamente con el resto del mundo amplía el universo, pero trae aparejadas también otro tipo de angustias y soledades. Sitios como Facebook muestran la intimidad expuesta y borran los límites entre lo público y lo privado. El narcisismo y la existencia misma se sostienen en la cantidad de seguidores que se tiene en la red, aunque no sepamos nada de ellos.

Zygmunt Bauman (Sobre la educación en un tiempo líquido) dice que se piensa en los jóvenes como otro mercado para ser adocenado y explotado. El objetivo es ejercitarlos para que se conviertan en consumidores: “Utilizando la fuerza adicional de una cultura que comercializa todas y cada una de las facetas de la vida de los niños, mediante Internet y las varias redes sociales, y con las nuevas tecnologías de los media como los teléfonos móviles, el objetivo de los grupos corporativos apunta a una inversión masiva de los jóvenes en el mundo del consumo por unos caminos más directos y extensivos de los que jamás habíamos visto en el pasado. Un estudio reciente de la Kaiser Family Fundation descubrió que la gente joven de edades comprendidas entre los 8 y los 18 años pasa en estos momentos más de siete horas y media al día con los teléfonos, ordenadores, televisiones y otros artefactos electrónicos, en comparación con las menos de seis horas y media de hace cinco años. Si a esto le añadimos el tiempo adicional que invierten los jóvenes en mandar textos, hablar con sus teléfonos móviles o realizar múltiples tareas al mismo tiempo, tales como ver la televisión mientras se ponen al día en Facebook, entonces la cantidad de horas sube a una media de un total de once horas diarias”.

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«La rapidez de los estímulos a los que los niños están sujetos los deja sin posibilidades de procesarlos, así como carentes de elementos para procesar sus propios pensamientos despertados por esos estímulos»: Beatriz Janin.

El tiempo ha tomado un lugar diferente. No sólo todo es urgencia, sino que en el terreno de las comunicaciones se acabaron los tiempos de espera. Ya nadie espera la llegada de la carta, porque el correo electrónico es inmediato, y esto lleva a que se espere una respuesta también inmediata. Con el WhatsApp uno puede saber si el destinatario del mensaje recibió la información y hasta si la leyó y está escribiendo una respuesta. Se sabe si el otro está o no “conectado”. Y es frecuente escuchar en las/los adolescentes la queja: “Estaba conectado pero no me contestó”. Todo se supone en un “ya ahora”, sin tiempo de reflexión. La urgencia domina la actividad cotidiana y se piensa que todos estamos permanentemente pendientes de los mensajes de los otros. Una cuestión que nos debe llevar a preguntarnos por los efectos en las relaciones humanas de esta conexión permanente con las pantallas. ¿Cuáles son las desconexiones que acarrea? ¿O podremos estar con múltiples relaciones simultáneas? Hay una irrupción del otro que se presenta a través de señales sin cuerpo, como una presencia continua. Esta presencia, ¿conlleva un decaimiento de la fantasía?, ¿resta espacio a la imaginación?

El filósofo italiano Franco Berardi (Generación postalfa. Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2007) atribuye a una sociedad en la que el problema es la hiperexpresividad, la hipervisión, el exceso de visibilidad, la explosión de la infosfera y la sobrecarga de estímulos info-nerviosos, los problemas de atención en la infancia. La rapidez de los estímulos a los que los niños están sujetos los deja sin posibilidades de procesarlos, así como carentes de elementos para procesar sus propios pensamientos despertados por esos estímulos. Considera que la constante excitación de la mente por parte de flujos neuroestimulantes lleva a una saturación patológica, que desemboca en dificultades para atender a un estímulo durante más de unos segundos: “La aceleración de los intercambios informativos ha producido y está produciendo un efecto patológico en la mente humana individual y, con mayor razón, en la colectiva. Los individuos no están en condiciones de elaborar conscientemente la inmensa y creciente masa de información que entra en sus ordenadores, en sus teléfonos portátiles, en sus pantallas de televisión, en sus agendas electrónicas y en sus cabezas”.

«La madre, como un rasgo más de su poder, nombra al mundo. Pero además significa los sonidos que el niño emite, otorgándoles un sentido que posibilita la ligazón entre la representación-cosa y la emisión del sonido. Así, pa-pa-pa se transforma en papá, “gua” en agua y el mundo se va poblando de palabras a partir de sonidos que él emite y los otros significan. Este poder de significar los sonidos que el niño emite es fundamental, porque nadie habla si supone que no hay a quien dirigirse. Las máquinas, en cambio, no otorgan sentido a los intentos comunicativos del niño». Beatriz Janin.

El niño queda entonces solo frente a un exceso de estímulos que no puede metabolizar, en un estado de excitación permanente. La motricidad, con el dominio del propio cuerpo y del mundo, es una vía posible para tramitar esa excitación y transformarla, pero el movimiento suele estar sancionado, lo que lleva a que el niño quede acorralado por el exceso de estímulos y la intolerancia de los otros frente a la excitación desencadenada.

Franco Berardi dice de las generaciones actuales: “En la época celular-cognitiva la mente infantil se forma en un ambiente mediático totalmente diferente respecto del de la humanidad moderna, y experimenta el tiempo según una modalidad fragmentaria y recombinante. No flujos de tiempo continuo, sino paquetes de tiempo-atención. Conexiones puntuales, ámbitos operativos separados”.

Baño de lenguaje

Considero que esta situación no sólo provoca niños hiperactivos sino que es fundamental para pensar las dificultades en la adquisición del lenguaje con las que nos encontramos cotidianamente. Más que un mundo de palabras, les ofrecemos un universo de imágenes, en el que los flujos de información son muy veloces y en los que no hay tiempo para el pensamiento.

Dice Maud Mannoni (Intervenciones en la clínica psicoanalítica con niños, Noveduc, Buenos Aires, 2013): “La mutación tecnológica a la que Europa arrastra hoy al mundo va acompañada de un vuelco de mentalidades, diría, incluso, de un cambio de civilización. El que ahora se construye es un mundo esquizofrénico e inhumano, un mundo donde el valor mercantil, la productividad, se lleva, a su paso, el ser del hombre. En este universo de máquinas, de microcomputadoras, ya no hay lugar para lo imprevisto. Peor aún, lo imprevisto y la fantasía perturban”.

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