Por Carolina Rosa Rincón R., abogada y candidata a Magíster en Estudios de Género, de la Universidad Nacional.
La relación directa que existe entre las mujeres y el trabajo de cuidado es un asunto que me genera muchas inquietudes y me produce profundas frustraciones. Me pregunto, por ejemplo, ¿por qué cuidamos las mujeres?, ¿qué se espera de las mujeres en relación al cuidado?, ¿el cuidado es un don, un atributo femenino, algo que nos ha sido asignado naturalmente?, o, por el contrario ¿es una obligación, un deber que nos ha sido impuesto para satisfacer necesidades económicas y sociales en determinados momentos de la historia?
Independientemente de cual sea la respuesta, lo cierto es que históricamente hemos sido las mujeres las encargadas de realizar la mayoría de los oficios domésticos, y las encargadas del cuidado de niños, ancianos y enfermos. Dicha asignación de labores tiene sustento en la tradición patriarcal liberal, que estableció una diferencia entre la esfera pública (ligada a lo masculino, con amplio reconocimiento social) y la esfera privada o doméstica, la menos visible, asignada a las mujeres (Arango Gaviria & Molinier, 2011).
Esta ideología de la domesticidad nos hizo a las mujeres responsables naturales del cuidado; mediante una resignificación de la maternidad, alimentada durante el siglo XVIII, tanto por la literatura como por el discurso médico, se establecieron nuevos códigos. Por ejemplo, en La nueva Eloísa, novela de Jean-Jaques Rousseau, se considera a la madre como responsable fundamental del cuidado bajo la supervisión del padre.
En este orden de ideas podríamos decir que el cuidado es una obligación que nos ha sido impuesta sobre la base de aquellos atributos naturales que supuestamente nos otorga la maternidad.
Los cambios sociales, económicos y demográficos han propiciado una transformación en las dinámicas femeninas, facilitando y aumentando la participación de las mujeres en el mundo académico y laboral. Sin embargo, en torno al cuidado no se han producido cambios; entonces, si queremos estudiar o trabajar es nuestro problema, nuestra responsabilidad dejar la casa arreglada, dejar la comida preparada, buscar quién se encargue de cuidar los niños, etc. Así, las mujeres hemos tenido que arreglárnoslas solas para solucionar esta problemática, normalmente acudiendo a otras mujeres que forman parte de nuestras redes de apoyo familiar, en las que las abuelas son fundamentales.
Y el afán de cumplir con esa obligación de cuidar a los otros, de vivir por y para los otros, nos lleva a priorizar las labores de cuidado. Y me inquieta pensar en los sacrificios que eso implica, en el tiempo que dedicamos a ese trabajo, en todas las cosas que dejamos de hacer por nosotras y para nosotras, y entonces me pregunto, ¿dónde quedan nuestros proyectos de vida personal?, ¿a quién le importa lo que las mujeres sacrificamos por los trabajos de cuidado? Pareciera que a nadie, pues nada cambia.
Los horarios laborales no coinciden con los horarios escolares, las vacaciones tampoco coinciden, la participación masculina en las labores de cuidado es baja. En fin, para qué preocuparse por el cuidado si finalmente siempre hay una mujer en casa que se encarga de solucionar esas “minucias”.
Por todo esto pensar en los trabajos de cuidado y lo que para nosotras implica es frustrante, pero también es un reto, y el reto está en involucrar cada vez más a los hombres en estas labores, en reasignar tareas dentro del hogar, en entender el cuidado como una responsabilidad de todos y para todos, en ver y visibilizar el cuidado como un trabajo, un trabajo fundamental que contribuye al desarrollo económico y social.
Referencias bibliográficas
Arango Gaviria, L. G., & Molinier, P. (2011). El trabajo y la ética del cuidado. Bogotá.
Carrasco, C., Borderias, C, & Torns, T. (2011). El trabajo de cuidados. Historia, teoría y políticas. Madrid.