Los juguetes y su dimensión más humana

 

Los juguetes son parte vital de la infancia porque en ellos se materializa la principal manifestación de la niñez: el juego. Gracias a estos artefactos los niños tienen la posibilidad de acercarse al mundo –imaginarlo, recorrerlo, tocarlo, conocerlo:

«El juguete es ante todo un símbolo para los niños y las niñas, y como símbolo permite recrear y representar situaciones e incluso otros objetos», escribieron los investigadores de la Corporación Día de la Niñez en el documento Ludotecas Naves. En ese sentido, por ejemplo, un palito de madera en la mano de un niño puede simbolizar una vara mágica y, con ella, se puede ser un mago e interactuar –hechizar, pelear, negociar, imaginar– con los otros niños, quienes hacen parte del juego: sus pares.

Los juguetes son intermediarios y gracias a ellos –gracias al palo: tan básico y rústico– los niños desarrollan, a través del juego, habilidades sociales, creativas, comunicativas, emocionales, individuales, corporales y motrices: el juego activa sustancias en el cerebro de los niños como las endorfinas y encefalinas (las que transmiten la calma y la felicidad), la dopamina (la que motiva la actividad física y estimula la imaginación), la acetilcolina (la que favorece la concentración, la memoria y el aprendizaje), y la serotonina (la que reduce el estrés y equilibra los estados de ánimo).

El ensayista francés Michel de Montaigne escribió en el siglo XVI que «con cuánta verdad hay que notar que los juegos de niños no son juegos».

Varios modelos pedagógicos modernos centran sus prácticas y formas de aprendizaje a través del juego y los juguetes. La filosofía Reggio Emilia, por ejemplo, considera que el aprendizaje y el juego no están separados, por eso las actividades que desarrollan los niños giran alrededor de la acción de jugar y es el niño quien decide cómo hacerlo a través de las herramientas –los juguetes– que el entorno le provee: materiales reciclados y elementos de la naturaleza. Así, pues, los juguetes no se convierten en objetos específicos –envueltos en empaques de cartón: una muñeca, un superhéroe, una pelota de espuma– sino que son cualquier cosa –incluso el cuerpo– porque su particularidad e importancia está en la acción –en el juego– y no en el tipo que pueda ser. El método Montessori, otro ejemplo, considera que no hay diferencia entre el juego y el trabajo porque los dos se constituyen bajo un mismo fin: aprender.

Mediante los juguetes y el juego se transmiten conocimientos en general para los niños y en general para la sociedad:

«El juego está enraizado en lo más profundo de los pueblos, cuya identidad cultural se lee a través de los juegos y los juguetes creados por ellos: las prácticas y los objetos lúdicos son infinitamente variados y están marcados profundamente por las características étnicas y sociales específicas. Condicionado por los tipos de hábitat o de subsistencia, limitado o estimulado por las instituciones familiares, políticas y religiosas, funcionando él mismo como una verdadera institución, el juego infantil, con sus tradiciones y sus reglas, constituye un auténtico espejo social», escribió la UNESCO.

Por ejemplo, los juguetes, por su carga simbólica cultural, también pueden fomentar estereotipos de género o representaciones superficiales del mundo –relegando la diversidad cultural y ambiental. El carro para los niños y las muñecas para las niñas (con pelos rubios y cuerpos formateados) limitan, a través de la publicidad, el mercado, los sistemas familiares y la sociedad, la construcción de sentidos más allá de las divisiones de género y los estereotipos. Los juguetes así, pues, pueden condicionar y reflejar esas «leyes» del deber ser de los hombres y las mujeres y sus «roles»: el niño tiene que ser fuerte como su muñeco de acción y la niña tiene que ser dulce como su muñeca a la moda.

Los juguetes y el juego, a pesar de ser «cosas de niños», hacen parte de las dimensiones políticas y éticas de la humanidad –además de las dimensiones culturales por su capital simbólico. Estos artefactos y su acción condicionan no solo el futuro de los niños, también el futuro de la sociedad: sus enfermedades, inequidades, desigualdades y conflictos. Por eso el juego, según la Convención sobre los Derechos del Niño, en el artículo 31, es un derecho y es un deber, por parte de los adultos, cumplirlo.

Bien dijo Aristóteles, «hace falta jugar para volverse serio» o, mejor dicho, hace falta ser serio para jugar.

 

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2 Comentarios

  1. Gracias por aportar al enriquecimiento de nuestras practicas pedagógicas para fortalecer y potenciar el desarrollo de nuestros niños y niñas.

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