Ser cuidadora: el crecimiento emocional a través de los cuidados

 

Por Sabrina Soledad Suárez Bequir, educadora social, filóloga, cuidadora permanente y escritora del blog ¡Buenos días Alzheimer!

Formar parte de un grupo familiar estable —si eres hijo o hija— o crear tu propia familia —si eres madre o padre— resulta, indudablemente, la experiencia más gratificante, sana y segura que te puede regalar la vida. Pero si a dicho rol familiar, por alguna circunstancia desafortunada, se le une el tener que desempeñar el papel de cuidador o cuidadora, entonces, estás ante una oportunidad extraordinaria de ser la mejor versión de ti misma. Créeme.

Cuando tenemos bajo nuestro amparo y responsabilidad la vida de una persona con algún tipo de discapacidad, como cuidadores nos convertimos en la luz de alguien: en su referencia, en su sustento. Esto nos revela dos certezas humanas indiscutibles y valiosas: que somos necesarios para alguien y que somos suficientes, es decir, que poseemos un poder personal capaz de superar cualquier adversidad.

En mi caso, desde mi adolescencia he vivido en primera persona la experiencia de tener que cuidar de mi madre afectada por un Alzheimer presenil. Existen muy pocos casos de personas que padezcan esta demencia, asociada a la vejez, cuando son jóvenes, pero tanto mi madre, como actualmente mi hermano, han sucumbido a esta dolencia con tan solo trentipocos años.

Sabrina y su mamá

 

Por tanto, desde que he tenido 11 años, y durante más de 25, desempeño el papel de cuidadora de mis familiares directos. Y al igual que sucede con esas mujeres que tienen niños o niñas con algún tipo de discapacidad a los que deben atender, yo también me siento madre-cuidadora de mis familiares, ya que, en el caso de la enfermedad de Alzheimer, los pacientes padecen una regresión vital en la cual van desaprendiendo paulatinamente todo aquello que aprendieron durante toda su vida, para terminar convertidos en auténticos bebés adultos.

Esta es una experiencia muy paradójica –difícil y en muchos casos abrumadora y prolongada– que nunca elegí, pero a la cual siempre afronté desde la aceptación y el compromiso que exigían las circunstancias.

Es obvio que ser cuidadores de un ser discapacitado nos obliga a asumir una situación crítica y dolorosa en nuestra vida, donde la incertidumbre es una constante. Y, en este sentido, nunca va a ser un camino de rosas; pero ello no significa necesariamente que deba ser una vivencia espinosa per se. Desde mi propia experiencia, considero que ser cuidadora me impulsó a reconocer mi auténtico potencial humano, mi poder personal y a compartir la luz que traje a este mundo, y que sin las circunstancias desafiantes quizás nunca hubiera explorado.

Así, si aceptamos las cosas como vienen, si fluimos con las vivencias más adversas, con una actitud proactiva y una mente abierta a valorar cada aspecto positivo que encontramos en lo cotidiano —la sonrisa de nuestro familiar, una caricia, un nuevo aprendizaje que haya logrado o que no haya olvidado, una visita o el ofrecimiento de una ayuda por parte de alguien, etc.—, entonces, seremos capaces de integrar esta gran faceta a nuestra personalidad, lo que nos hará individuos más ricos, sensibles y solidarios, además de alejarnos del síndrome del cuidador quemado, afectación que provoca depresión, ansiedad y otros desgastes psico-emocionales que nos incapacitan también a nosotros.

Para ser buenos cuidadores debemos partir siempre de nuestro amor propio y nuestras ganas de superarnos, de no perder las ilusiones y la curiosidad por seguir creciendo como personas completas –más allá de reconocernos como meros cuidadores. Así, lo que trasmitimos a nuestros hijos o familiares serán emociones equilibradas, sanas y positivas, que beneficien su calidad de vida. La base de todo ese bagaje de aprendizaje que inculcamos a nuestros familiares enfermos, tal como señala la neuroeducación, ha de centrarse en las emociones positivas de confianza en el porvenir, ya que serán el motor que los mueva a tener interés por salir adelante y nunca saberse dis-capaces. En suma, una mujer cuidadora es la que ayuda amorosamente a convertirse en —o seguir siendo— seres independientes, únicos y capaces.

Sabrina y su hermano Diego

 

Y este es, en líneas generales, el mensaje que quiero inyectar en mi blog personal como cuidadora versada —«¡Buenos días, Alzheimer!»: no te abandones, cuidador o cuidadora, cuida de ti, fortalece tu autoestima, aprecia el momento presente, fomenta la gratitud y hazte consciente de todas las lecciones positivas que extraes de esta labor doméstica, las cuales te empoderan y te hacen una persona de gran valía social.

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